miércoles, 2 de diciembre de 2009

ACENTO DE CABALGADURA O LA TILDE QUE PREFIGURA EL DECIR

por JOSÉ CARLOS DE NÓBREGA







ACENTO DE CABALGADURA O LA TILDE QUE PREFIGURA EL DECIR


José Carlos De Nóbrega



Yo vengo labrando a solas
este anhelo de honda vida.


Guariqueñita, Alberto Arvelo Torrealba.




Es incuestionable la vocación de Enrique “El Gallo” Mujica por la Poesía del Decir: No sólo el ejercicio magistral de la palabra en Poemas del Decir (2005, edición de autor) nos lo confirma, la novela Acento de Cabalgadura (en sus dos ediciones de 1989 y 1990, Universidad de Carabobo y Ateneo de Calabozo respectivamente) lo anunció con suma antelación recreando sin mediación alguna el habla llanera del cabrestero, el conuquero, la comadrona, el brujo o el caporal. Textos como éste, “Contra el poder y / contra la miseria / descerrajamos el poema. / El poema como un fuego alto / contra la muerte”, van de la mano con el terror que le inspira a Guillermo Navas la recluta, pues “Mire, compa, lo que soy yo no paso por la puerta el cuartel, porque esos nunca están completos”. La preocupación social no es una concesión piadosa del oficio poético que procura lo políticamente correcto; tampoco la recreación amorosa de la oralidad de nuestro pueblo, constituye un muro indeseable que la separe del buen decir. Los artistas no sólo son mayordomos celosos y severos de la cultura clásica y universal, también son fieles lectores de los maravillosos textos humanos que bullen a su alrededor. La Poesía del Decir, hecha verso y prosa, nos confiere el placer de auscultar la palabra del Otro con rigor y claridad (valga la alusión a uno de los nuestros, el poeta brasileño Lêdo Ivo). En la ausencia de la ruidosa y extravagante arrogancia de los especialistas en el no decir, Luis Alberto Angulo Urdaneta comparte con nosotros la belleza superlativa de “una enorme troja de cachos y narices agarrando aire” que atraviesa un río crecido. Qué decir de esa conmovedora crónica poética y fluvial que es Carama del poeta Igor Barreto: “El río crecido roza la capilla del ánima salvadora / donde iré a dejar unas cuantas monedas / por los amigos que enfermaron de distancia”. La carama trae consigo la voz del general Castro, al igual que el cadáver del abogado Rafael del Castillo dentro del ataúd de su propio caballo. El poeta Manuel Bandeira compone una ópera bufa de sapos académicos que pervierten las aguas transparentes de la Poesía: Su croar deviene en triste susurro que nada dice, ateridos del frío que no justifica la preceptiva totalitaria de los que pretenden aún cosificar el cuerpo libertario y liberador del poema. Celebramos hoy la reedición de Acento de Cabalgadura, bajo el incansable y milagroso sello editorial de El Perro y la Rana, como reivindicación de la dura pero vivificante palabra poética que echa abajo las alcabalas del poder, en la asunción de la solidaridad y la responsabilidad siempre presente en la obra literaria de Enrique Mujica. Quisiera destacar, entre sus numerosas virtudes, tres grandes rasgos a saber: su discurso transgenérico ajeno a abstrusas maromas excéntricas; la simplicidad y riqueza de su musical inventario léxico; y la interiorización del paisaje por vía de la metáfora viva que juega con la filosofía de las artes y los oficios de nuestros campesinos, sin la necesidad de lanzarle peos al Diablo.


El discurso narrativo funde la novela y el cuento en la impune vinculación del arte con la vida. Sin apelar a las referencias cruzadas ni al diseño de atrevidos e ingeniosos instructivos de lectura, la novela supone los tramos integrados que sólo conducen a la lúdica contemplación de las voces que aprehenden el entorno en un ejercicio exquisito de la memoria. Nos suena a los cuentos de la llanura y el habla octasílaba que ennoblecen las faenas del campo, amenizan las noches de parranda y construyen el dilatado imaginario campesino. Nos recuerda la estructura y el tenor corajudos de dos novelas que apreciamos mucho: En virtud de los favores recibidos de Orlando Chirinos y Cacao de Jorge Amado, las cuales acompañan con denuedo y ternura a personajes imprescindibles, la puta del pueblo y su clientela, los trabajadores de las plantaciones de cacao del sur de Bahía. Si revisamos los títulos de los capítulos, nos encontramos una galería de motivos campestres redondeada en sustantivos escoltados por determinantes, echando fuera de sí las adjetivaciones innecesarias: El conuco, la carreta, el trapiche, los sapos, la madriguera, el gallo o el tío Pedro. El discurso narrativo apunta, entonces, a una paradójica y firme voz que se fragmenta en el diálogo comunitario con las otras voces, las del prójimo y las de la naturaleza: “Esa era la conversación de los sapos que yo escuchaba desde el chinchorro entre el secreteo de la llovizna arriba el cin y las lenguarás de los truenos. Porque si uno se fija, el trueno también habla, como hablan los pájaros, y el borbollón del río y la lengua e la candela en un chamarizal”. El tono conversado tiñe de color la flexible y concreta estructuración del texto narrativo, sin laberintos ni pasadizos falsos que distraigan a los lectores en la mentira de la forma por la forma.


Enrique nos sumerge en la sonoridad y la diafanidad del único inventario léxico que puede apropiarse del llano: guáimaros, joso palmero, fóforo, juraco, cundiamores, trapiche, masaguaro, corozo, por ejemplo. El habla campesina es mucho más fiel al idioma de Garcilaso de la Vega, San Juan de la Cruz y Miguel de Cervantes que ese calé apresurado, biodegradable y deformado por intelectuales y usureros mercachifles –qué les parece el ruido ininteligible de palabras desgraciadas como accesar y aperturar-. Las palabras nos queman en el melao que burbujea el trapiche: Tenemos esas solazadoras miniaturas en prosa y verso que son los refranes y las coplas. “Yo sabía que el viejo Indalecio era más pichirre que colmena en acapro” o “Arrequinta la muralla / afloja los cabresteros / si quieres comer cogollo / goza del yugo primero”.


La metáfora vive en el afán y la respiración por el llano, a fuerza de imágenes primigenias e inmediatas al buen paladar que se enseñorea chispeante y despreocupado del texto: En La Quemadura, la voz narrativa nos describe cómo se hace el batío proveniente de la melcocha, cómo la pelota e candela de la gota e melao le llaga el empeine y, mejor aún, cómo el padre le cura la herida; se fusionan entonces la gastronomía y la farmacología popular para rematar asombrosamente en una metáfora perfecta: “Mire la vaina. Eso le pasa porque usté es una avispa. Lo que quiere es vivir metío en un trapiche”. El episodio o relato titulado La Miel, nos presenta a los muchachos castrando el matajei para extraer su dulce y apetitoso jugo, imbuída la escena de una sensualidad mágica enclavada en el eros gástrico; el juego metafórico no es artificial ni ideológico a secas, emparenta la infancia con una visión nostálgica del llano y la recreación desalentadora de la institución escolar: “Más de uno castré. Ai era ande me acordaba de la escuela, del chorro e muchachos saliendo de la escuela, como avispas. Entonces pensaba que la escuela era también un matajei, pero sin miel”. El Conuco nos revela la pelea entre el hombre y la naturaleza: El Tuerto Elías pierde los primeros rounds con los ventarrones de San Lorenzo, cuando arrasan medio maizal en días; sólo que el hombre, retando al santo y con la vara atravesada como una gran hélice, tumbó el resto del conuco en media hora. La interiorización del paisaje no es plana ni edulcorada, por el contrario, asume un cariz problematizador y dinámico en el ejercicio libre y desenfadado del lenguaje poético.


No nos queda más que una celebración sentida de la novela de Enrique Mujica, parodiando la negación de Pedro a la vista de tres gallos por si a las moscas –tomamos previsiones en caso que dos de ellos queden afónicos-: Se canta al filo de la madrugada la fidelidad de la Poesía al hombre de a pie, de a caballo o de a autobús; parafraseando a Jorge Amado, la Poesía del Decir no apunta a la mera generosidad, su virtud posee un nombre más bonito, conciencia de clase.


En Caracas, hermana de Bolivia y novia de José Manuel Briceño Guerrero, sábado 21 de noviembre de 2009.


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