sábado, 16 de julio de 2016

Cabalgando hacia el Oeste: Un breve recorrido por la historia del western en el cine







Por Carlos Díaz Maroto

El western, se ha dicho muchas veces, es uno de los géneros cinematográficos más puros que existen. La que suele ser denominada (erróneamente), primera película de la historia del cine del oeste, Asalto y robo de un tren (The Great Train Robbery, 1903), de Edwin S. Porter, ya implanta unos cánones narrativos que se han ido reproduciendo hasta ahora, unas veces de forma mimética y sin inventiva, otras veces explorando lo que esos arquetipos representan y yendo más allá de ellos. En este artículo hacemos un recorrido sobre la historia del género, desde sus inicios —y aún antes— hasta el año 2010. En otro momento exploraremos las aportaciones del último lustro...





Aunque parezca una obviedad, conviene señalar que el cine del oeste deriva de la literatura del oeste. A lo largo del siglo XIX se escribirían determinadas historias centradas en relatar el proceso de colonización de Estados Unidos. Por aquel entonces, ese tipo de literatura se inscribía dentro del género de aventuras, como pudiera ser la pionera El último mohicano / El último de los mohicanos (The Last of the Mohicans, 1826), de James Fenimore Cooper1. Este título, por lo demás, también presagia la diversidad temática del género, pues, aunque principalmente el western se centre en el proceso de colonización de la franja occidental a lo largo de Estados Unidos durante el siglo XIX, también habrá muestras que se focalicen, cronológicamente, antes y después de ese período, y geográficamente se extenderá hacia el norte, llegando a Alaska, o al sur, hasta México. Incluso estilísticamente habría westerns ambientados en lugares tan peregrinos, a priori, como Argentina o Australia.

Karl May


Después surgiría la literatura popular, en lo que se llamó en el período comprendido entre 1850 y 1900 como dime novel2, el precedente de la literatura pulp. La primera dime novel es considerada Malaeska; the Indian Wife of the White Hunter, aparecida en junio de 1860, cuyo título deja claros sus objetivos. A partir de ahí se publicarían novelitas que exponían, por lo general, las gestas épicas de los héroes de las praderas como Buffalo Bill, Wild Bill Hickok o Billy el Niño. Mientras este tipo de literatura se publicaba en Estados Unidos, en Alemania surgió un autor llamado Karl May (1842-1912), que popularizaría sus historias ambientadas en el oeste norteamericano, como la trilogía protagonizada por el indio Winnetou3.



La primera novela en considerarse estrictamente como un western es The Virginian (1902), de Owen Wister4. A esta le seguiría el autor de novelas del oeste más popular de la historia, Zane Grey (1872-1939). Pese a empezar publicando en 1903, alcanzaría la fama con Los jinetes de la pradera roja (Riders of the Purple Sage, 1912). Simultáneamente, las revistas pulp, con publicaciones como Western Story Magazine, Star Western, West, Cowboy Stories o Ranch Romances acercarían el género a lectores de todas las edades y sensibilidades. Otros escritores importantes de literatura del oeste serían después Louis L’Amour (posiblemente el más popular después de Grey), A. B. Guthrie Jr., Elmore Leonard, Leigh Brackett, Larry McMurtry o muchos otros. En España, el mítico escritor José Mallorquí se adentraría con amplitud en el género, habiendo creado un personaje que bordea el mismo, El Coyote. Después, dentro también de la novela popular, contaríamos con autores como Marcial Lafuente Estefanía, Silver Kane [Francisco González Ledesma], Keith Luger [Miguel Oliveros Tovar] y otros muchos.

Primera edición de El Virginiano

Por supuesto, toda esta tradición habría de reflejarse en el cine, sea directamente como adaptaciones o reinterpretando toda la rica tradición que subyace en su narrativa. Se suele considerar el primer western cinematográfico Asalto y robo de un tren (The Great Train Robbery, 1903), de Edwin S. Porter, aunque con anterioridad Thomas Edison, por medio del kinetoscopio, también ofreció aportaciones de un par de minutos de duración. Después, comenzaron a aparecer los primeros títulos populares del género en la pantalla. Bronco Billy Anderson, que aparecía en el corto de Porter, sería el primer héroe; en primer lugar, simplemente protagonizando, pero después se implicaría más en las películas y acabó escribiendo los guiones y dirigiéndolas. Era representante de un cine popular y directo. Su más directo continuador sería William S. Hart, tanto en el sentido de estrella como director, y que podría considerarse el primer autor en el western cinematográfico. Inicialmente, podría verse como una sombra de Anderson, pero Hart aportó una visión propia al género, con una mirada límpida a la mítica del vaquero. Su película más importante sería la esencial El hijo de la pradera (Tumbleweeds, 1925). 



Mientras, por esas mismas fechas, apareció un director irlandés que firmaba inicialmente como Jack Ford. Comenzó a rodar westerns de dos bobinas, protagonizados muchos de ellos por Harry Carey; su primer largo fue A prueba de balas (Straight Shooting,  1917), y ya en los años veinte rodó dos obras maestras como son El caballo de hierro (The Iron Horse, 1924) y Tres hombres malos (3 Bad Men, 1926). Otro western mudo que cabría destacar en este breve recorrido es La caravana de Oregón (The Covered Wagon, 1923), de James Cruze.

Tres hombres malos (3 Bad Men, 1926)

La llegada del sonoro parecía presagiar grandes cambios en el género. A la masiva producción de películas de caballistas durante el periodo mudo protagonizadas por héroes como Rod La Rocque, Charles Bickford, Hoot Gibson, Tom Mix, Tom Keene, Buck Jones, Jack Holt, Richard Dix o Tim McCoy, entre otros muchos, respondieron una serie de títulos un tanto diferentes. Cimarrón (Cimarron, 1931), de Wesley Ruggles, fue un gran éxito y ganó tres Oscars (entre ellos a mejor película) y optó a otras cuatro candidaturas. Además, se produjeron los filmes Billy the Kid o El terror de las praderas (Billy the Kid, 1930), de King Vidor, y La gran jornada (The Big Trail, 1930), de Raoul Walsh5, rodados en formato panorámico; mas estos fueron un fracaso, y supusieron el regreso del género a los cauces de la serie B y el olvido de la producción A dentro del mismo, salvo algún título disperso como Los conquistadores (The Conquerors, 1932), de William A. Wellman, Buffalo Bill (The Plainsman, 1936), de Cecil B. De Mille, o Milicias de paz (The Texas Rangers, 1936), de Vidor.

Milicias de paz (The Texas Rangers, 1936)

Por tanto, llegó el relevo sonoro a la producción popular durante la etapa muda con un grupo de películas que llegaron a denominarse “de serie”. Eran producciones baratas, de alrededor de una hora de duración, y caracterizadas por el protagonismo de una estrella (o varias) del género; en algunas de ellas el personaje protagonista era fijo, y se repetía de film en film, sin continuidad dramática, aunque también era muy común que la estrella interpretara personajes diferentes (en nombre) pero bajo patrones casi clónicos. Actores de esa etapa, algunos oriundos del mudo, fueron Dick Foran, Gene Autry, Tim McCoy, George O’Brien, Rex Lease, Roy Rogers, William Boyd (con su mítico personaje Hopalong Cassidy), Buck Jones, Hoot Gibson, Tex Ritter o un principiante John Wayne.

Es en 1939 (un año glorioso en la historia del cine norteamericano) cuando llega el cambio con una película titulada La diligencia (Stagecoach), del otrora llamado Jack Ford, ahora uno de los más importantes directores de la industria como John Ford. Ford realiza una aproximación al género no desde una perspectiva intelectualoide (tan cara a muchos cineastas actuales), sino desde las propias raíces del género, conociéndolo y amándolo. Toma los arquetipos genéricos (el pistolero de corazón noble, el forajido, el sheriff, la prostituta, el jugador…) y los ubica en un entorno cerrado para analizarlos, para convertir esos arquetipos en seres humanos complejos y poliédricos. Para ello es muy importante la figura de John Wayne, viejo conocido de Ford en tiempos del mudo; retoma todos los esquemas que este habían encarnado con anterioridad a las órdenes de mediocres directores como Robert N. Bradbury y lo convierte en toda una estrella, el westerner por excelencia. Si hay un actor indisolublemente vinculado al género, aunque incursionara en otros muchos, ese es John Wayne

La diligencia (Stagecoach)

La década de los cuarenta será una década de reubicación, donde van confluyendo diversas corrientes. Prosigue el western “de serie”, en algunos casos con la aportación del color; también procedente de la década anterior tenemos los seriales, aventuras de unos veinte minutos que acaban en un “continuará”, y que conforman una sola historia de unos doce capítulos, por lo general; la serie B va tomando pujanza, y aparecen actores característicos como Joel McCrea o Randolph Scott. Dentro de esa serie B surgen títulos estimables como Cuatro caras del oeste (Four Faces West, 1948), de Alfred E. Green, con el primero, o La calle de los conflictos (Abilene Town, 1946), de Edwin L. Marin, con el segundo. Si antes mencionábamos a Wayne como la estrella absoluta del género, un muy digno segundo puesto lo ocupará Randolph Scott.

Randolph Scott

Pero por esos años ya los grandes directores del cine norteamericano se empiezan a interesar por el género. Ford, el mismo año que La diligencia, ya ofreció Corazones indomables (Drums Among the Mohawk), y a lo largo de los cuarenta brindará la magistral Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946), junto con Fort Apache (Fort Apache, 1948), 3 Godfathers [tv/dvd: Tres padrinos, 1948) y La legión invencible (She Wore a Yellow Ribbon, 1949). Su amigo Howard Hawks, por su parte, también toca el género sesgadamente en The Outlaw [tv/vd/dvd: El forajido, 1943] –sería despedido por Howard Hughes, quien la terminaría- y en la fundamental Río Rojo (Red River, 1948).

Se suele referir que los cincuenta supusieron la irrupción del western psicológico, pero ya durante los cuarenta hay muestras que indudablemente cabe catalogarlas en esa condición, tales como las citadas Pasión de los fuertes y Río Rojo, a las que podría añadirse otras más, así The Ox-Bow Incident [tv: Incidente en Ox-Bow, 1943], y Cielo amarillo (Yellow Sky, 1948), ambas de de William A. Wellman. No conviene olvidar cineastas tan vitales como Raoul Walsh con Mando siniestro (Dark Command, 1940), Murieron con las botas puestas (They Died with Their Boots On, 1941) y Juntos hasta la muerte (Colorado Territory, 1949), amén de algunas más. Y añadamos una obra tan atípica como la macro-producción de David O. Selznick Duelo al sol (Duel in the Sun, 1946), donde se aúna melodrama exacerbado, épica y unos caracteres tormentosos. La dirección está acreditada al gran King Vidor, pero también participaron otros realizadores.

Duelo al sol (Duel in the Sun, 1946)

Los cincuenta supondrán la eclosión y maduración del género, debido a esa aproximación psicológica que se ha mencionado. La cantidad de obras maestras que arrojará el género en esa etapa es apabullante, y citarlas todas supondría efectuar simplemente un largo listado; con todo, es obligado hacer mención, al menos, de Centauros del desierto (The Searchers, 1956), considerado por muchos estudiosos como el mejor western de toda la historia, y realizado por John Ford; su colega Hawks, por su parte, brindaría Río de sangre (The Big Sky, 1952) y la grandiosa Río Bravo (Rio Bravo, 1959), respuesta por su parte a los postulados de un western que no aprobaba moralmente, el sin embargo también excelente La hora señaladaSolo ante el peligro (High Noon, 1952), de Fred Zinnemann.

La hora señalada o Solo ante el peligro (High Noon, 1952)

Durante esa década surgieron nuevos directores especializados en el género, que alcanzarían cotas de maestría apabullantes. Anthony Mann nos legaría un conjunto de maravillas entre las cuales es difícil escoger: Winchester 73 (Winchester ’73, 1950), La puerta del diablo (Devil’s Doorway, 1950), Horizontes lejanos (Bend of the River, 1952), El hombre de Laramie (The Man from Laramie, 1955), El hombre del oeste (Man of the West, 1958) son algunos de ellos, pero aún hay más. Henry King aportaría una inteligente reflexión sobre la condición del pistolero que arrostra su pasado como una maldición con la película que, precisamente, adoptó el título de El pistolero (The Gunfighter, 1950). Delmer Daves brilló con especial fulgor en esa década, y aportó visiones muy distintas del universo westerniano; pese a aportaciones de valía, al menos es obligado citar una obra maestra como El tren de las 3:10 (3:10 to Yuma, 1957), adulta aproximación al personaje de forajido, y que resulta muy interesante contrastar con su reciente, vacuo y prepotente remake homónimo habido en 2007 por parte de James Mangold, que se dedica a rellenar lo que en el original eran austeras elipsis con superfluas escenas de acción y subrayados innecesarios. 

Johnny Guitar (Johnny Guitar, 1954)

Nicholas Ray, por su parte, se interesó con más asiduidad por la temática, y puede que su obra maestra sea Johnny Guitar (Johnny Guitar, 1954), que con todo debe muchísimo a una obra previa como es Encubridora (Rancho Notorius, 1952), de Fritz Lang, cuya aportación al género merecería un estudio pormenorizado. John Sturges, por su parte, también se aproximaría al western proveniente desde la serie B, hasta brindar la reflexiva Duelo de titanes (Gunfight at the O.K. Corral, 1957) –aproximación muy distinta pero igualmente valiosa al evento que Ford narraba en Pasión de los fuertes– y la compleja Desafío en la ciudad muerta (The Law and Jake Wade, 1958).




George Stevens no era un director especializado en el género, pero cuando se aproximó a este aportó una obra tan brillante como Raíces profundas (Shane, 1953), otro más de los acercamientos a la mítica westerniana desde perspectivas adultas. Un realizador más que se interesó momentáneamente por el género –aunque ya en los cuarenta brindó la brillante El forastero (The Westerner, 1940)– fue William Wyler con el macro-western Horizontes de grandeza (The Big Country, 1958), que bascula entre el intimismo y la espectacularidad de un modo portentoso.

Horizontes de grandeza (The Big Country, 1958)

Uno de los grandes nombres del género durante los cincuenta sería Budd Boetticher. Provenía de la serie B, y se circunscribió a esta toda su carrera. Sin embargo, de western eficaces como El desertor de El Álamo (The Man from the Alamo, 1953) acabó derivando en el excepcional ciclo protagonizado por Randolph Scott; aquí, su sentido de la abstracción, la economía expresiva y la profundización en los arquetipos llegó a tal nivel que creó una colección de joyas que muy bien forjaron el camino hacia la inmediata derivación del género a su condición crepuscular. De esa saga citemos, al menos, The Tall T [tv/dvd: Los cautivos, 1957] y Comanche Station [tv/dvd: Estación Comanche, 1960], ya inmersa en la década siguiente.

También contaríamos con títulos que podrían ir a caballo (nunca mejor dicho) entre la serie A y B, como demuestra la estupenda Hondo (Hondo, 1953), de John Farrow, la intensa Del infierno a Texas (From Hell to Texas, 1958), de Henry Hathaway, o la abstracta Day of the Outlaw [tv/dvd: El día de los forajidos/El día del proscrito, 1959], de André De Toth, director este último más inmerso de por sí en la serie B, dentro de la cual destacaban títulos protagonizados por estrellas como los citados Randolph Scott y Joel McCrea, o realizadores todoterreno como Lesley Selander.

Day of the Outlaw [tv/dvd:El día de los forajidos/El día del proscrito, 1959]

Los sesenta suponen la dispersión temática. Poco a poco, en esa época comienza a languidecer el género, si bien también se dan algunos de sus títulos más importantes, curiosamente. El más importante, y para el que esto firma el mejor western de todos los tiempos, fue El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962) de John Ford, una aportación lírica y poliédrica, que supone al mismo tiempo una incursión en el mito y su propia desmitificación, el recuerdo del pasado y la mirada al futuro de un género. La perspectiva crepuscular del western se desarrollaría a lo largo de los sesenta, pero una de las principales piedras de toque para desarrollarlo sería la presente joya del género.

Los siete magníficos (The Magnificent Seven, 1960), de John Sturges, aún se apoyaba en el tono de la década previa, con un toque de macro-western, pero por esta época surgió un nombre que representaría como pocos el concepto de western crepuscular. Ese sería Sam Peckinpah, un hombre proveniente de la televisión, que amaba el género y que, sin embargo, se centró en su destrucción, como si así dijéramos, desde una óptica de reflexión de la desintegración de un mundo para ser reemplazado por otro totalmente distinto. Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country, 1962) está protagonizada por Randolph Scott y Joel McCrea (tras pensarse en Gary Cooper y John Wayne), y están utilizados con toda intención (tal como hizo Stevens con Alan Ladd en Shane, el desconocidoRaíces profundas), como representantes de un universo que se está desmoronando. Esa misma década Peckinpah aportó otro ejemplo con la intensa y telúrica Grupo Salvaje (The Wild Bunch, 1969), donde la forma de entender ese referido universo se va quedando atrás, como los dinosaurios que van siendo exterminados a lo largo de su metraje.


Durante esa década, el western de serie A irá perdiéndose de un modo paulatino, y el de serie B, debido a los costes y la competencia de la televisión, se deslizará peligrosamente hacia cánones de serie C ó Z. Títulos aislados supondrán el excelente Río Conchos (Rio Conchos, 1964), de Gordon Douglas, que aunaba también el clasicismo con los nuevos rumbos que tomaba el género. También destaca el sobrevalorado Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969), que parte de un complejo guión escrito por William Goldman que su realizador George Roy Hill desliza por los meandros de la superficialidad. O de igual modo contamos con la simpática La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint Your Wagon, 1969), de Joshua Logan.


La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint Your Wagon, 1969)

El cine del oeste venía rodándose también en Europa desde los tiempos del cine mudo. Una industria como la italiana también lo hacía y, en general, su adscripción al cine de género fue constante. A mediados de los sesenta esa cinematografía tuvo una eclosión con Hércules (Le fatiche di Ercole, 1958), de Pietro Francisci, y durante lo que quedaba de década e inicios de los sesenta fue inundando el mercado de un género denominado peplum, y que ya existía en Italia, en todo caso. La sobresaturación impuso la agonía, y se hubo de fijar la atención en otros géneros. Había muchos, desde luego, como el poliziesco, el giallo, el terror o los seudobonds, pero el western fue también uno de los que se tocaron, y con gran éxito de público. Inicialmente, los productos que surgían de los estudios italianos imitaban los moldes americanos, y los mejores semejaban entregas de serie C provenientes del otro lado del Atlántico. Sin embargo, la irrupción de un director como Sergio Leone cambió el modo de entender el género.

Sergio Leone

Leone realizó sus películas con un ojo puesto en la historia del Oeste americano, y el otro en los clásicos del género, en especial John Ford. Lo que innovó no fue tanto el fondo como la forma. Su sentido de la planificación, el tempo y la psicología que imprimió a sus personajes fueron los que crearon todo un subgénero denominado spaghetti-western, y que después muchos de sus imitadores hiperbolizaron hasta el límite de la parodia, consciente o inconsciente. El director ofreció títulos hoy esenciales como Por un puñado de dólares / Per un pugno di dollari (1964), La muerte tenía un precio / Per qualche dollaro in più (1965), El bueno, el feo y el malo / Il buono, il brutto, il cattivo (1966) y, en especial, Hasta que llegó su hora (C'era una volta il West/Once Upon a Time in the West, 1968), una fastuosa obra maestra plena de lirismo y personajes en el límite de la abstracción y el arquetipo.

Once Upon a Time in the West, 1968

Como se ha dicho, otros muchos aparecieron para proseguir, de un modo u otro, la estela forjada por Leone, aunque gran parte de este sub-género alcanzó límites caricaturescos. Sin embargo, conviene resaltar que junto a Sergio Leone aparecieron otros dos Sergios de interés. Por un lado, tenemos a Sergio Sollima, que aportó entregas como El halcón y la presa / La resa dei conti (1966), Cara a cara / Faccia a faccia (1967) y Corre, Cuchillo... ¡corre! (Corri uomo corri, 1968). Y por otro, Sergio Corbucci, responsable de, entre otras, Django (1966), Salario para matar / Il mercenario (1968) y, en especial, la poética Il grande silenzio [dvd: El gran silencio, 1968].

Conviene no olvidar que en España, lugar por antonomasia del rodaje de gran parte de este tipo de producciones (e incluso muchas norteamericanas) también se dio este fenómeno, en ocasiones por medio de la co-producción, como puede identificarse en algunos de los títulos previamente citados. Ya en los cincuenta nuestra cinematografía tocó (en serio) el género, por medio de las adaptaciones de la obra del gran José Mallorquí. En los sesenta conviene destacar a un cineasta como Joaquín Luis Romero Marchent, nombre, por cierto, detrás de algunas de esas versiones del creador de El Coyote mencionadas. Es digna de destacar su obra maestra Antes llega la muerte (1964), así como Aventura en el oeste (1965) y El sabor de la venganza (1966). Su hermano, Rafael Romero Marchent, también tocó el género, con resultados inferiores mas no desdeñables, en algunos casos. Añadamos aportaciones del lustre de Brandy – el sheriff de Losatumba (1964), de José Luis Borau (con Mallorquí también implicado, por cierto).

Antes llega la muerte (1964)

Los setenta supusieron una prolongación de lo que representó la década anterior. El perfil crepuscular representado por Peckinpah proseguía en títulos como La balada de Cable Hogue (The Ballad of Cable Hogue, 1970) y Pat Garret y Billy The Kid (Pat Garret & Billy The Kid, 1973). Incluso directores clásicos se adscribían a este enfoque, como hizo el gran Joseph Leo Mankiewicz con El día de los tramposos (There Was a Crooked Man…, 1970), difícil equilibrio entre la ironía y la seriedad, la desmitificación y la ortodoxia. Por esos años abundaron las realizaciones de títulos crepusculares de muy distinto talante, y que merecerían un análisis concreto dentro de ese breve período de tiempo. Apuntemos títulos teñidos de desencanto, reflexión y melancolía como Dos hombres contra el Oeste (Wild Rovers, 1971), de Blake Edwards, Pistoleros en el infierno (Bad Company, 1972), de Robert Benton, Sin ley ni esperanza (The Great Northfield Minnesota Raid, 1972), de Philip Kaufman, Coraje, sudor y pólvora (The Culpepper Cattle Co., 1972), de Dick Richards, Tres forajidos y un pistolero (The Spikes Gang, 1974), de Richard Fleischer, y otros muchos. Y también llegó el momento de la abstracción, como apunta la mexicana El Topo (El Topo, 1970), del polifacético Alejandro Jodorowsky.

Clint Eastwood

Sin embargo, por esas fechas surgió uno de los nombres fundamentales, y a día de hoy es uno de los cineastas más puros que perviven en Estados Unidos. Clint Eastwood logró la fama con su participación en el cine de Leone y, una vez regresado triunfal a los Estados Unidos, basculó entre el thriller y el western, principalmente, creando equipo con el excelente Don Siegel. Con esos dos directores como referentes en su carrera y, sobre todo, la rica tradición genérica existente (en especial el sempiterno y esencial John Ford), Eastwood debutó como director en los setenta. Su primera película del género fue la semi-fantástica Infierno de cobardes (High Plains Drifter, 1973), que llevaba un paso más allá los postulados del spaghetti-western. Una obra más reflexiva, y que retrotrae al cine de autores como Anthony Mann o Richard Brooks, sería El fuera de la ley (The Outlaw Josey Wales, 1976).

Silverado (Silverado, 1985)

Con todo, el Oeste languidecía, y pese a seguir haciéndose, cuantitativamente, aceptables muestras del mismo, los títulos de significación iban menguando. En los ochenta y noventa algunos directores intentan seguir manteniendo encendida la hoguera del género. Así, Lawrence Kasdan, que nos aportará obras que tienen un pie en la reflexión metagenérica y otro en el tributo cinéfilo, con muestras como Silverado (Silverado, 1985) y Wyatt Earp (Wyatt Earp, 1994). Por su parte, un cineasta como Walter Hill daba muestras ocasionales de su tributo al género y su adscripción como continuador de Peckinpah, desde Forajidos de leyenda (The Long Riders, 1980), pasando por Gerónimo, una leyenda (Geronimo: An American Legend, 1993), y Wild Bill (Wild Bill, 1995), por no citar sus incursiones televisivas, que se apartan de los objetivos de este breve recorrido.

Otro actor pasado a director, este con resultados menos inspirados, sería Kevin Costner, que en su debut en la materia, Bailando con Lobos (Dances with Wolves, 1990), logró un gran éxito popular, a rebufo de siete Oscars, una temática con mensaje, que hizo pensar a muchos que era la primera vez que el cine norteamericano ofrecía una visión pro-india, y una hermosa música compuesta por John Barry. Su segunda incursión en el género, sin embargo, Open Range (Open Range, 2003), se saldó con un sonoro fracaso.


Pero, por supuesto, quien ha seguido manteniendo en alto el estandarte ha seguido siendo Clint Eastwood, que en todas sus aproximaciones al género ha brillado alto. El jinete pálido (Pale Rider, 1985) supone una relectura de Raíces profundas, potenciando los elementos fantásticos de su título inaugurador, y Sin perdón (Unforgiven, 1992) podría definirse como un tardío western crepuscular, suponiendo toda una reflexión sobre el devenir de los que forjaron una vez el oeste: el personaje que encarna Saul Rubinek, el del periodista que acompaña al forajido y va forjando la leyenda, era muy habitual en la época de la conquista de esos territorios6, y aquí se ve cómo esas leyendas fueron forjándose, a despecho de la realidad.



Sin perdón (Unforgiven, 1992)

Los últimos años están ofreciendo aproximaciones al género de talante muy distinto, pero muchas de ellas con un carácter revisionista. El peculiar Jim Jarmush mostró su punto de vista en la semi-surrealista Dead Man (Dead Man, 1995), y acaso dudoso de sus intenciones se dedica a subrayar hasta la extenuación todas las alegorías que va forjando. Ya se mencionó la innecesaria revisión de El tren de las 3:10 (3:10 to Yuma, 2007), por parte de James Mangold. La diarreica El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (The Assassination of Jesse James by the Coward Robert Ford, 2007), de Andrew Dominik, ha de emplear 160 minutos para realizar un estudio sobre sus personajes cuando eso mismo ya lo hizo Sam Fuller en 1949 con Balas vengadoras (I Shot Jesse James), en solo 81 minutos, con mucha más precisión, hondura y claridad. El actor Ed Harris se aproxima al género por medio de Appaloosa (Appaloosa, 2008), y pese a diversas pérdidas de rumbo en más de una ocasión, al menos se percibe un conocimiento de los códigos que emplea. Los hermanos Joel y Ethan Coen retoman Valor de ley (True Grit, 2010), adaptando no tanto la novela original de Charles Portis, tal como anunciaron, sino reinterpretando desde otra óptica la valiosa visión que aportó en 1969 Henry Hathaway, y puede considerarse una de las aportaciones más interesantes que ha ofrecido ese espíritu revisionista que está asolando el género en los últimos años.

Appaloosa (Appaloosa, 2008)

Es de desear que Clint Eastwood regrese al género, el único, acaso, capacitado para llevar este hasta las más altas cotas artísticas sin por ello negarle el pálpito de vida y emoción que siempre lo ha caracterizado.




1  Esta es la más famosa novela de una saga del escritor protagonizada por el personaje común de Natty Bumppo. Las obras que componen ese ciclo son: El cazador de ciervos (The Deerslayer, 1841), El último mohicano, El buscador de pistas (The Pathfinder, 1840), Los pioneros / Los nacimientos del Susquehanna o Los primeros plantadores (The Pioners, 1823) y La pradera (The Prairie, 1827) [citados por su orden de lectura recomendado].
2  Literalmente, “novela de diez centavos”. Se suele traducir como “novela barata”.
3  Pese a que desde los años veinte se hicieron adaptaciones de su obra al cine, en 1958 se inició un amplio ciclo con Caravana de esclavos / Die Sklavenkaewane, de Georg Marishka y Ramón Torrado, pero fue en 1962, con El tesoro del lago de la plata (Der Schatz im Silbersee), de Harald Reinl, que la popularidad de este “oeste a la alemana” se extendió mundialmente.
4  No me consta que se haya publicado en español. Su popularidad vendría en nuestro país con una larga serie televisiva que la adaptaba, El virginiano (The Virginian; 1962-1971), aunque también con anterioridad se llevó al cine (y al teatro).
5  Aun no existiendo el doblaje, en España se estrenó inicialmente otra versión rodada en español, Horizontes nuevos (1931), dirigida por David Howard y Sam Schneider, y con Jorge Lewis [George J. Lewis] reemplazando a John Wayne como protagonista.
6  Un personaje de esas características aparecía en la valiosa El zurdo (The Left Handed Gun, 1958), de Arthur Penn, y Bob Dylan da vida a alguien de características muy similares en la citada Pat Garret y Billy The Kid.



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Carlos Díaz Maroto

Escritor y amigo del blog del Grupo Li Po y administrador de pasadizo.com



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