jueves, 1 de febrero de 2018

José Martí: Para Cecilio Acosta el Universo fue casa; su Patria, aposento; la Historia, madre; y los hombres hermanos



Estimados Amigos

Hoy primero de febrero de 2018 se cumplen 200 años del nacimiento del  escritor, periodista, abogado, filósofo y humanista y venezolano ejemplar Cecilio Acosta. Este magno acontecimiento, excepto por algunos casos, esta signado por el silencio del gobierno actual y sus instituciones, como supusimos el año pasado cuando el gobierno ensalzaba a diestra y siniestra la figura de Ezequiel Zamora,  un lider dentro de la facción federal en la Guerra Larga o Federal



Hablando con sinceridad la apología constante que hacen las estructuras del gobierno por mantener nuestro imaginario nacional anclado en las figuras guerreras de próceres independentista y de de otros procesos de cambio. Quieren hacernos creer que solo gracias a la ayuda de esos guerreros es que existe este atribulado país, manteniendo en el olvido institucional todos esos próceres civiles que dieron un aporte muy grande en la conformación de nuestra nación. Por esta razón el Grupo Li Po se une alrededor del rescate de está figura fundamental en la creación de una autopercción que nos permita contrarestar la nefasta tradición de celebrar  unicamente los aportes militares. Por esta razón hoy tomamos la honrosa resolución de marcar lo que debería ser una tendencia dominante en los diversos estratos sociales que conforman nuestra sociedad: La de dar el honor a todos esos próceres que muchas veces no cargaron un fúsil si no que se dedicaron a construir un país con ideas, pluma y papel.



Ahora como modesto homenaje a la figura de Cecilio Acosta compartimos el texto que le escribió el escritor cubano José Martí y que causó su expulsión de Venezuela durante el gobierno de Antonio Guzmán Blanco. El texto apareció publicado en la Revista Venezolana número 2.



Richard Montenegro

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Ya está hueca, y sin lumbre, aquella cabeza altiva, que fue cuna de tanta idea grandiosa; y mudos aquellos labios que hablaron lengua tan varonil y tan gallarda; y yerta, junto a la pared del ataúd, aquella mano que fue siempre sostén de pluma honrada, sierva de amor y al mal rebelde. Ha muerto un justo: Cecilio Acosta ha muerto. Llorarlo fuera poco. Estudiar sus virtudes e imitarlas es el único homenaje grato a las grandes naturalezas y digno de ellas. Trabajó en hacer hombres; se le dará gozo con serlo. ¡Qué desconsuelo ver morir, en lo más recio de la faena, a tan gran trabajador!

Sus manos, hechas a manejar los tiempos, eran capaces de crearlos.

Para él el Universo fue casa; su Patria, aposento; la Historia, madre; y los hombres hermanos, y sus dolores, cosas de familia que le piden llanto. El lo dio a mares. Todo el que posee en demasía una cualidad extraordinaria, lastima con tenerla a los que no la poseen; y se le tenía a mal que amase tanto. En cosas de cariño, su culpa era el exceso. Una frase suya da idea de su modo de querer: “oprimir a agasajos”. El, que pensaba como profeta, amaba como mujer. Quien se da a los hombres es devorado por ellos, y él se dio entero; pero es ley maravillosa de la naturaleza que sólo esté completo el que se da; y no se empieza a poseer la vida hasta que no vaciamos sin reparo y sin tasa, en bien de los demás, la nuestra. Negó muchas veces su defensa a los poderosos; no a los tristes. A sus ojos, el más débil era el más amable. Y el necesitado, era su dueño. Cuando tenía que dar, lo daba todo; y cuando nada ya tenía, daba amor y libros. iCuánta memoria famosa de altos cuerpos del Estado pasa como de otro y es memoria suya! iCuánta carta elegante, en latín fresco, al Pontífice de Roma, y son sus cartas! ¡Cuánto menudo artículo, regalo de los ojos, pan de mente, que aparecen como de manos de estudiantes, en los periódicos que éstos dan al viento, y son de aquel varón sufrido, que se los dictaba sonriendo, sin violencia ni cansancio, ocultándose para hacer el bien, y el mayor de los bienes, en la sombra! ¡Qué entendimiento de coloso! iqué pluma de oro y seda! y iqué alma de paloma!


El no era como los que leen un libro, entrevén por los huecos de la letra el espíritu que lo fecunda y lo dejan que vuele, para hacer lugar a otro, como si no hubiesen a la vez en su cerebro capacidad más que para una sola ave. Cecilio volvía el libro al amigo y se quedaba con él dentro de sí; y lo hojeaba luego diestramente, con seguridad y memoria prodigiosas. Ni pergaminos, ni elzevires, ni incunables, ni ediciones esmeradas, ni ediciones príncipes, veíanse en su torno; ni se veían, ni las tenía. Allá en un rincón de su alcoba húmeda se enseñaban, como auxiliadores de memoria, voluminosos diccionarios; mas todo estaba en él. Era su mente como ordenada y vasta librería donde estuvieran por clases los asuntos, y en anaquel fijo los libros, y a la mano la página precisa; por lo que podía decir su hermano, el fiel Don Pablo, que, no bien se le preguntaba de algo grave, se detenía un instante, como si pasease por los departamentos y galerías de su cerebro y recogiese de ellos lo que hacía al sujeto, y luego, a modo de caudaloso río de ciencia, vertiese con asombro del concurso límpidas e inexhaustas enseñanzas.

Todo pensador enérgico se sorprenderá y quedará cautivo y afligido viendo en las obras de Acosta sus mismos osados pensamientos. Dado a pensar en algo, lo ahonda, percibe y acapara todo. Ve lo suyo y lo ajeno, como si lo viera de montaña. Está seguro de su amor a los hombres, y habla como padre. Su tono es familiar, aun cuando trate de los más altos asuntos en los senados más altos. Unos perciben la composición del detalle, y son los que analizan, y como los soldados de la inteligencia; y otros descubren la ley del grupo, y son los que sintetizan, y como los legisladores de la mente. El desataba y ataba. Era muy elevado su entendimiento para que se lo ofuscara el detalle nimio, y muy profundo para que se eximiera de un minucioso análisis. Su amor a las leyes generales, y su perspicacia asombrosa para asirlas no mermaron su potencia de escrutación de los sucesos, que son como las raíces de las leyes, sin conocer las cuales no se ha de entrar a legislar, por cuanto pueden colgarse de las ramas frutos de tanta pesadumbre que, por no tener raíz que los sustente, den con el árbol en tierra. Todo le atrae y nada le ciega. La antigüedad le enamora, y él se da a ella como a madre; y como padre de familia nueva, al porvenir. En él no riñen la odre clásica y el mosto nuevo; sino que, para hacer mejor el vino, lo echa a bullir con la substancia de la vieja copa. Sus resúmenes de pueblos muertos son nueces sólidas, cargadas de las semillas de los nuevos. Nadie ha sido más dueño del pasado; ni nadie—¡singular energía, a muy pocos dada!—ha sabido libertarse mejor de sus enervadoras seducciones. “La antigüedad es un monumento, no una regla; estudia mal quien no estudia el porvenir”. Suyo es el arte, en que a ninguno cede, de las concreciones rigurosas. El exprime un reinado en una frase, y es su esencia; él resume una época en palabras, y es su epitafio; él desentraña un libro antiguo, y da en la entraña. Da cuenta del estado de estos pueblos con una sola frase: “en pueblos como los nuestros, que todos, más que dan, reciben los impulsos ajenos”. Sus juicios de lo pasado son códigos de lo futuro. Su ciencia histórica aprovecha, porque presenta de bulto y con perspectiva los sucesos, y cada siglo trae de la mano sus lecciones. El conoce las vísceras, y alimentos, y funciones de los pueblos antiguos, y la plaza en que se reunían, y el artífice que la pobló de estatuas, y la razón de hacer fortaleza del palacio, y el temple y resistencia de las armas. Es a la par historiador y apóstol, con lo que templa el fuego de la profecía con la tibieza de la historia, y anima con su fe en lo que ha de ser la narración de lo que ha sido. Da aire de presente, como estaba todo en su espíritu, a lo antiguo. Era de esos que han recabado para sí una gran suma de vida universal y lo saben todo, porque ellos mismos son resúmenes del universo en que se agitan, como es en pequeño todo pequeño hombre. Era de los que quedan despiertos cuando todo se reclina a dormir sobre la tierra.

Sabe del Fuero Aniano como del Código Napoleónico; y por qué ardió Safo, y por qué consoló Bello. Chindasvinto le fue tan familiar como Cambaceres; en su mente andaban a la par el Código Hermogeniano, los Espejos de Suavia y el proyecto de Goyena. Subía con Moratín aquella alegre casa de Francisca, en la clásica calle de Hortaleza; y de tal modo conocía las tiendas celtas, que no salieran, mejor que de su pluma, de los pinceles concienzudos del recio Alma Tatema. Aquel creyente cándido era en verdad un hombre poderoso.

¡Qué leer! Así ha vivido: de los libros hizo esposa, hacienda e hijos. Ideas: ¿qué mejores criaturas? Ciencia: ¿qué dama más leal ni más prolífica? Si le encendían anhelos amorosos, como que se entristecía de la soledad de sus volúmenes, y volvía a ellos con ahínco, porque le perdonasen aquella ausencia breve. Andaba en trece años y ya había comentado en numerosos cuadernillos una obra en boga entonces: Los eruditos a la violeta. Seminarista luego, cuatro dos más tarde, establece entre sus compañeros clases de Gramática, de Literatura, de Poética, de Métrica. Se aplicaba a las ciencias; sobresalía en ellas; el ilustre Cajigal le da sus libros, y él bebe ansiosamente en aquellas fuentes de la vida física y logra un título de agrimensor. La iglesia le cautiva, y aquellos serenos días, luego perdidos, de sacrificio y mansedumbre; y lee con avaricia al elegante Basilio, al grave Gregorio, al desenfadado Agustín, al osado Tomás, al tremendo Bernardo, al mezquino Sánchez; bebe vida espiritual a grandes sorbos. Tiene el talento práctico como gradas o peldaños, y hay un talentillo que consiste en irse haciendo de dineros para la vejez, por más que aquí la limpieza sufra, y más allá la vergüenza se oscurezca; y hay otro, de más alta valía, que estriba en conocer y publicar las grandes leyes que han de torcer el rumbo de los pueblos, en su honra y beneficio. El que es práctico así, por serlo mucho en bien de los demás no lo es nada en bien propio. Era, pues, Cecilio Acosta, ¡quién lo dijera, que lo vio vivir y morir! un grande hombre práctico. Se dio, por tanto, al estudio del Derecho, que asegura a los pueblos y refrena a los hombres. Inextinguible amor de belleza consumía su alma, y fue la pura forma su Julieta, y ha muerto el gran desventurado trovando amor al pie de sus balcones. ¡Qué leer! Así los pensamientos, mal hallados con ser tantos y tales en cárcel tan estrecha, como que empujaban su frente desde adentro y la daban aquel aire de cimbria.

Nieremberg vivió enamorado de Quevedo, y Cecilio Acosta enamorado de Nieremberg. El Teatro de la Elocuencia de Capmany le servía muchas veces de almohada. Desdeñaba al lujoso Solís y al revuelto Góngora, y le prendaba Moratín, como él, encogido de carácter, y como él, terso en el habla y límpido. Jovellanos le saca ventaja en sus artes de vida y en el empuje humano con que ponía en práctica sus pensamientos; pero Acosta, que no le dejaba de la mano, le vence en castidad y galanura, y en lo profundo y vario de su ciencia. Lee ávido a Mariana, enardecido a Hernán Pérez, respetuoso a Hurtado de Mendoza. Ante Calderón se postra. No halla rival para Gallegos y le seducen y le encienden en amores la rica lengua, salpicada de sales, de Sevilla, y el modo ingenuo y el divino hechizo de los dos mansos Luises, tan sanos y tan tiernos.

Familiar le era Virgilio, y la flautilla de caña, y Corydón, y Acates; él supo la manera con que Horacio llama a Telephus, o celebra a Lydia, o invita a Leuconoe a beber de su mejor vino y a encerrar sus esperanzas de ventura en límites estrechos. Le deleitaba Propercio, por elegante; huía de Séneca, por frío; le arrebataba y le henchía de entusiasmo Cicerón. Hablaba un latín puro, rico y agraciado, no el del Foro del Imperio, sino el del Senado de la República; no el de la casa de Claudio, sino el de la de Mecenas. Huele a mirra y a leche aquel lenguaje, y a tomillo y verbena.

Si dejaba las Empresas de Saavedra, o las Obras y Días, o el Sí de las niñas, era para hojear a Vattel, releer el libro de Segur, reposar en Los Tristes de Ovidio, pensar, con los ojos bajos y la mente alta, en las verdades de Keplero, y asistir al desenvolvimiento de las leyes, de Carlomagno a Thibadiau, de Papiniano a Heineccio, de Nájera a las Indias.

Las edades llegaron a estar de pie y vivas, con sus propios colores y especiales arreos, en su cerebro: así, él miraba en sí, y como que las veía íntegramente, y cada una en su puesto, y no confundidas, como confunde el saber ligero, con las otras,—hojear sus juicios es hojear los siglos. Era de los que hacen proceso a las épocas, y fallan en justicia. El ve a los siglos como los ve Weber; nob en sus batallas, ni luchas de clérigos y reyes, ni dominios y muertes, sino parejos y enteros, por todos sus lados, en sus sucesos de guerra y de paz, de poesía y de ciencia, de artes y costumbres; él toma todos las historias en su cuna y las desenvuelve paralelamente; él estudia a Alejandro y Aristóteles, a Pericles y a Sócrates, a Vespasiano y a Plinio, a Vercingetorix y a Velleda, a Augusto y o Horacio, a Julio II y a Buonarrotti, a Elizabeth y a Bacon, a Luis XI y a Frollo, a Felipe y a Quevedo, al Rey Sol y a Lebrún, a Luis XVI y a Nécker, o Washington y a Franklin, a Hayes y a Ediaon. Lee de mañana las Ripuarias, y escribe de tarde los estatutos de un montepío; deja las Capitulares de Carlomagno, hace un epitafio en latín a su madre amadísima, saborea una página de Diego de Valera, dedica en prenda de gracias una carta excelente a la memoria de Ochoa, a Campoamor y a Cueto, y antes de que cierre la noche—que él no consagró nunca a lecturas—echa las bases de un banco, o busca el modo de dar rieles a un camino férreo.

Son los tiempos como revueltas sementeras, donde han abierto surco, y regado sangre, y echado semillas, ignorados y oscuros labriegos; y después vienen grandes segadores, que miden todo el campo de una ojeada, empuñan hoz cortante, siegan de un solo vuelo la mies rica y la ofrecen en bandejas de libros a los que afilan en los bancos de la escuela la cuchilla para la siembra venidera. Así Cecilio. El fue un abarcador y un juzgador. Como que los hombres comisionan, sin saberlo ellos mismos, a alguno de entre ellos para que se detenga en el camino que no cesa y mire hacia atrás, para decirles cómo han de ir hacia adelante; y los dejan allí en alto, sobre el monte de los muertos, a dar juicio; mas ¡ay! que a estos veedores acontece que los hombres ingratos, atareados como abejas en su faena de acaparar fortuna, van ya lejos, muy lejos, cuando aquel a quien encargaron de su beneficio y dejaron atrás en el camino les habla con alarmas y gemidos, y voz de época. Pasa de esta manera a los herreros, que asordados por el ruido de sus yunques, no oyen las tempestades de la villa; ni los humanos, turbados por las hambres del presente, escuchan los acentos que por boca de hijos inspirados echa delante de sí lo por venir.

Lo que supo, pasma. Quería hacer la América próspera y no enteca; dueña de sus destinos, y no atada, como reo antiguo, a la cola de los caballos europeos. Quería descuajar las universidades, y deshelar la ciencia, y hacer entrar en ella savia nueva: en Aristóteles, Huxley; en Ulpiano, Horace Greeley y Amasa Walker; del derecho, “lo práctico y tangible”: las reglas internacionales, que son la paz, “la paz, única condición y único camino para el adelanto de los pueblos”; la Economía Política, que tiende a abaratar frutos de afuera y a enviar afuera, en buenas condiciones, los de adentro. Anhelaba que cada uno fuese autor de sí, no hormiga de oficina, ni momia de biblioteca, ni máquina de interés ajeno; “‘el progreso es una ley individual, no ley de los gobiernos”; “la vida es obra”. Cerrarse a la ola nueva por espíritu de raza, o soberbia de tradición, o hábitos de casta, le parecía crimen público. Abrirse, labrar juntos, llamar a la tierra, amarse, he aquí la faena: “el principio liberal es el único que puede organizar las sociedades modernas y asentarlas en su caja”. Tiene visiones plácidas, en siglos venideros, y se inunda de santo regocijo: “la conciencia humana es tribunal; la justicia, código; la libertad triunfa, el espíritu reina”. Simplifica, por eso ahonda: “La historia es el ser interior representado”. Para él es usual lo grandioso, manuable lo difícil y lo profundo transparente. Habla en pro de los hombres y arremete contra estos brahmanes modernos y magos graves que guardan para sí la magna ciencia; él no quiere montañas que absorban los llanos, necesarios al cultivo; él quiere que los llanos suban, con el descuaje y nivelación de las montañas. Un grande hombre entre ignorantes sólo aprovecha a sí mismo: “los medios de ilustración no deben amontonarse en las nubes, sino bajar, como la lluvia, a humedecer todos los campos”. “La luz que aprovecha más a una nación no es la que se concentra, sino la que se difunde”. Quiere a los americanos enteros: “la República no consiste en abatir, sino en exaltar los caracteres para la virtud”. Mas no quiere que se hable con aspereza a los que sufren: “hay ciertos padecimientos, mayormente los de familia: que deben tratarse con blandura”. De América nadie ha dicho más: “pisan las bestias oro, y es pan todo lo que se toca con las manos”. Ni de Bolívar: “la cabeza de los milagros y la lengua de las maravillas”. Ni del cristianismo: “el cristianismo es grande, porque es una preparación para la muerte”. Y está completo, con su generosa bravura, amor de lo venidero y forma desembarazada y elegante, en este reto noble: “y si han de sobrevenir decires, hablillas y calificaciones, más consolador es que le pongan a uno del lado de la electricidad y el fósforo, que del lado del jumento, aunque tenga buena albarda, el pedernal y el morrión”.

Más que del Derecho Civil, personal y sencillo, gustaba del derecho de las naciones, general y grandioso. Como la pena injusta le exaspera, se da al estudio asiduo del Derecho Penal, para hacer bien. Suavizar: he aquí para él el modo de regir. Filangieri le agrada; con Roeder medita. Lee en latín a Leibnitz, en alemán a Seesbohm, en inglés a Wheaton, en francés a Chevalier; a Camazza Amari en italiano, a Pinheiro Ferreyra en portugués. Asiie a las lecciones de Bluntschli en Heidelberg, y en Basilea a las de Feichmann. Con Heffter busca causas; con Wheaton junta hechos; con Calvo colecciona las reglas afirmadas por los escritores; con Bello acendra su juicio; con todos suspira por el sosiego y paz del universo. Aplaude con intimo júbilo los esfuerzos de Cobden, y Mancini, y Van Eck, y Bredino por codificar el Derecho de Gentes. Dondequiera que se pida la paz, está él pidiendo. El pone mente y pluma al servicio de esta alta labor. Hay en Filadelfia una liga para la paz universal, y él la estudia anhelante, y la Liga Cósmica de Roma, y la de Paz y Libertad de Ginebra, y el Comité de Amigos de la Paz, donde habla Stürm. El piensa, en aborrecimiento de la sangre, que con tal de que esta no sea vertida, sino guardada a darnos fuerza para ir descubriéndonos a nosotros mismos,—lo que urge, y contra lo cual nos empeñamos,— buenos fueran los congresos anuales de Lorimer, o el superior de Hegel, o el Areópago de Bluntschli. En 1873 escucha ansioso las solemnes voces de Calvo, Pierantoni, Lorimer, Mancini, juntos para pensar en la manera de ir arrancando cantidad de fiera al hombre; icuán bien hubiera estado Cecilio Acosta entre ellos! De estos problemas, todos los cuenta como suyos, y se mueve en ellos y en sus menores detalles con singular holgura. De telégrafos, de correos, de sistema métrico, de ambulancias, de propiedad privada: de tanto sabe y en todo da atinado parecer y voto propio. En espíritu asiste a los congresos donde tales asuntos, de universal provecho, se debaten; y en el de Zurich, palpitante y celoso está él en ment
e, con el Instituto de Derecho Internacional, nacido a quebrar fusiles, amparar derechos y hacer paces. Bien puede Cecilio hacer sus versos, de aquellos muy galanos, y muy honrados, y muy sentidos que él hacía; que, luego de pergeñar un madrigal, recortar una lira o atildar un serventesio, abre a Lastarria, relee a Bello, estudia a Arosemena. La belleza es su premio y su reposo; mas la fuerza, su empleo.

Y icómo alternaba Acosta estas tareas y de lo sencillo sacaba vigor para lo enérgico! ¡cómo, en vez de darse al culto seco de un aspecto del hombre, ni agigantaba su razón a expensas del sentimiento, ni hinchaba éste con peligro de aquélla, sino que con las lágrimas generosas que las desventuras de los poetas o de sus seres ficticios le arrancaban, suavizaba los recios pergaminos en que escribe el derecho sus anales! Ya se erguía con Esquilo y braceaba como Prometeo para estrujar al buitre; ya lloraba con Shakespeare y veía su alcoba sembrada de las flores de la triste Ofelia; ya se veía cubierto de lepra como Job, y se apretaba la cintura, porque su cuerpo, como junco que derriba el viento fuerte, era caverna estrecha para eco de la voz de Dios, que se sienta en la tormenta, le conoce y le habla; ya le exalta y acalora Víctor Hugo, que renueva aquella lengua encendida y terrible que habló Jehová al hijo de Edom.

Esta lectura varia y copiosísima; aquel mirar de frente, y con ojos propios, en la naturaleza, que todo lo enseña; aquel rehuir el juicio ajeno, en cuanto no estuviese confirmado en la comparación del objeto juzgado con el juicio; aquella independencia provechosa, que no le hacía siervo, sino dueño; aquel beber la lengua en sus fuentes, y no en preceptistas autócratas ni en diccionarios presuntuosos, y aquella ingénita dulzura que daba a su estilo móvil y tajante todas las gracias femeniles, —fueron juntos los elementos de la lengua rica que habló Acosta, que parecía bálsamo, por lo que consolaba; luz, por lo que esclarecía; plegaria, por lo que se humillaba; y ora arroyo, ora río, ora mar desbordado y opulento, reflejador de fuegos celestiales. No escribió frase que no fuese sentencia, adjetivo que no fuese resumen, opinión que no fuese texto. Se gusta como un manjar aquel estilo; y asombra aquella naturalísima manera de dar casa a lo absoluto y forma visible a lo ideal, y de hacer inocente y amable lo grande. Las palabras vulgares se embellecían en sus labios, por el modo de emplearlas. Trozos suyos enteros parecen, sin embargo, como flotantes, y no escritos, en el papel en que se leen; o como escritos en las nubes, porque es fuerza subir a ellas para entenderlos; y allí están claros. Y es que, quien desde ellas ve, entre ellas tiene que hablar; hay una especie de confusión que va irrevocablemente unida, como señal de altura y fuerza, a una legítima superioridad. Pero ¡qué modo de vindicar, con su sencillo y amplio modo, aquellas elementales cuestiones que, por sabidas de ellos, aunque ignoradas del vulgo que debe saberlas, tienen ya a menos tratar los publicistas! Otros van por la vida a caballo, entrando por el estribo de plata la fuerte bota, cargada de ancha espuela; y él iba a pie, como llevado de alas, defendiendo a indígenas, amparando a pobres, arropado en su virtud más que en sus escasas ropas, puro como un copo de nieve, inmaculado como vellón de cabritilla no nacido. Unos van enseñándose, para que sepan de ellos; y él escondiéndose, para que no le vean. Su modestia no es hipócrita, sino pudorosa; no es mucho decir que fue de virgen su decoro y se erguía, cuando lo creía en riesgo, cual virgen ofendida: “Lo que yo digo, perdura.” “Respétese mi juicio, porque es el que tengo de buena fe.” Su frente era una bóveda; sus ojos, luz ingenua; su boca, una sonrisa. Era en vano volverle y revolverle; no se veían manchas de lodo. Descuidaba el traje externo, porque daba todo su celo al interior; y el calor, abundancia y lujo de alma le eran más caros que el abrigo y el fausto del cuerpo. Compró su ciencia a costa de su fortuna; si es honrado y se nace pobre, no hay tiempo para ser sabio y ser rico. iCuánta batalla ganada supone la riqueza! iy cuánto decoro perdido! ¡y cuántas tristezas de la virtud y triunfos del mal genio! ¡y cómo, si se parte una moneda, se halla amargo, y tenebroso, y gemidor su seno! A él le espantaban estas recias lides, reñidas en la sombra; deseaba la holgura, mas por cauces claros; se placía en los combates, mas no en esos de vanidades ruines o intereses sórdidos, que espantan el alma, sino en esos torneos de inteligencia, en que se saca en el asta de la lanza una verdad luciente, ¡y se la rinde, trémulo de júbilo, debajo de los balcones de la patria! El era “hombre de discusión, no de polémica estéril y deshonrosa con quien no ama la verdad, ni lleva puesto el manto del decoro.” Cuando imaginador, ¡qué vario y fácil! como que no abusaba de las imaginaciones y las tomaba de la naturaleza, le salían vivas y sólidas. Cuando enojado, iqué expresivo! su enojo es dantesco; sano, pero fiero; no es el áspero de la ira, sino el magnánimo de la indignación. Cuanto decía en su desagravio llevaba señalado su candor; que parecía, cuando se enojaba, como que pidiese excusa de su enojo. Y en calma como en batalla iqué abundancia! iqué desborde de ideas, robustas todas! iqué riqueza de palabras galanas y macizas! ¡qué rebose de verbos! Todo el proceso de la acción está en la serie de ellos, en que siempre el que sigue magnifica y auxilia al que antecede. ¡En su estilo se ve cómo desnuda la armazón de los sucesos, y a los obreros trabajando por entre los andamios; se estima la fuerza de cada brazo, el eco de cada golpe, la intima causa de cada estremecimiento! A mil ascienden las voces castizas, no contadas en los diccionarios de la Academia, que envió a ésta como en cumplimiento de sus deberes y en pago de los que él tenía por favores. Verdad que él había leído en sus letras góticas La Danza de la Muerte, y huroneado en los desvanes de Villena, y decía de coro las Rosas de Juan de Timoneda, o el entremés de los olivos. Nunca premio fue más justo, ni al obsequiado más grato, que ese nombramiento de académico con que se agasajó a Cecilio Acosta. Para él era la Academia como novia, y ponía en tenerla alegra su gozo y esmero; y no que, como otros, estimase que para no desmerecer de su concepto es fuerza cohonestar los males que a la Península debemos y aún nos roen, y hacer enormes, para agradarla, beneficios efímeros; sino que, sin sacrificarle fervor americano ni verdad, quería darle lo mejor de lo suyo, porque juzgaba que ella le había dado más de lo que él merecía, y andaba como amante casto y fino, a quien nada parece bien para su dama. iCuán justo fue aquel homenaje que le tributó, con ocasión del nombramiento, la Academia de Ciencias Sociales y Bellas Letras de Caracas! icuán acertadas cosas dijo en su habla excelente, del recipiendario, el profundo Rafael Seijas! lcuántos lloraron en aquella justa y ternísima fiesta! iY aquel discurso de Cecilio, que es como un vuelo de águila por cumbres! iy la procesión de elevadas gentes que le llevó, coreando su nombre, hasta su angosta casa! iy aquella madrecita llena toda de lágrimas, que salió a los umbrales a abrazarle, y le dijo con voces jubilosas: “Hijo mío: he tenido quemados los santos para que te sacasen en bien de esta amargura”!

Murió al fin la buena anciana, dejando, más que huérfano, viudo al casto hijo, que en sus horas de plática o estudio, como romano entre sus lares, envuelto en su ancha capa, reclinado en su vetusto taburete, revolviendo, como si tejiese ideas, sus dedos impacientes, hablaba de altas cosas, a la margen de aquella misma mesa, con su altarcillo de hoja doble, y el Cristo en el fondo, y ambas hojas pintadas, y la luz entre ambas, coronando el conjunto, a este lado y aquel de las paredes, de estampas de Jesús y de María, que fueron regocijo, fe y empleo de la noble señora, a cuya muerte, en carta que pone pasmo por lo profunda y reverencia por lo tierna, pensó cosas excelsas el buen hijo, en respuesta a otras conmovedoras que le escribió, en son de pésame, Riera Aguinagalde.

No concibió cosa pequeña, ni comparación mezquina, ni oficio bajo de la mente, ni se encelaba del ajeno mérito, antes se daba prisa a enaltecerlo y publicarlo. Andaba buscando quien valiese, para decir por todas partes bien de él. Para Cecilio Acosta, un bravo era un Cid; un orador, un Demóstenes; un buen prelado, un San Ambrosio. Su timidez era igual a su generosidad; era él un padre de la Iglesia, por lo que entrañaba en ella, sabía de sus leyes y aconsejaba a sus prohombres; y parecía cordero atribulado, sorprendido en la paz de la majada por voz que hiere y truena, cuando entraba por sus puertas y rozaba los lirios de su patio con la fulgente túnica de seda un anciano arzobispo.

Visto de cerca iera tan humilde! sus palabras, que,—con ser tantas, que se rompían unas contra otras, como aguas de torrente,—eran menos abundantes que sus ideas, daban a su habla apariencia de defecto físico, que le venía de exceso, y bacía tartamudez la sobra de dicción. Aun, visto de lejos, ¡era tan imponente! su desenvoltura y donaire cautivaban y su visión de lo futuro entusiasmaba y encendía. Consolaba el espíritu su pureza; seducía el oído su lenguaje; iqué fortuna ser niño siendo viejo! ésa es la corona y la santidad de la vejez. El tenía la precisión de la lengua inglesa, la elegancia de la italiana, la majestad de la española.
Republicano, fue justo con los monarcas; americano vehementísimo, al punto de enojarse cuando se le hablaba de partir glorias con tierras que no fuesen esta suya de Venezuela, dibujaba con un vuelo arrogante de la pluma el paseo imperial de Bonaparte y vivía en la admiración ardorosa del extraordinario Garibaldi, que, sobre ser héroe, tiene un merecimiento singular: serlo en su siglo. El era querido en todas partes, que es más que conocido y más difícil. Colombia, esa tierra de pensadores, de Acosta tan amada, le veía con entrañable afecto, como viera al más glorioso de sus hijos; Perú, cuya desventura le movió a cólera santa, le leyó ansiosamente; de Buenos Aires le venían abrumadoras alabanzas. En España, como hechos a estas galas, saboreaban con deleite su risueño estilo y celebraban con pomposo elogio su fecunda ciencia; el premio de Francia le venía ya por los mares; en Italia era presidente de la Sociedad Filelénica, que llamó estupenda a su carta última; el Congreso de Literatos le tenía en su seno, el de Americanistas se engalanaba con su nombre; “acongojado hasta la muerte” le escribe Torres Caicedo, porque sabe de sus males; luto previo, como por enfermedad de padre, vistieron por Acosta los pueblos que le conocían. Y él, que sabía de artes como si hubiera nacido en casa de pintor, y de dramas y comedias como si las hubiera tramado y dirigido; él, que preveía la solución de los problemas confusos de naciones lejanas con tal soltura y fuerza que fuera natural tenerle por hijo de todas aquellas tierras, como lo era en verdad por el espíritu; él, que en época y limites estrechos, ni sujetó su anhelo de sabiduría, ni entrabó o cegó su juicio, ni estimó el colosal oleaje humano por el especial y concreto de su pueblo, sino que echó los ojos ávidos y el alma enamorada y el pensamiento portentoso por todos los espacios de la tierra; él no salió jamás de su casita oscura, desnuda de muebles como él de vanidades, ni dejó nunca la ciudad nativa, con cuyas albas se levantaba a la faena, ni la margen de este Catuche alegre, y Guaire blando y Anauco sonoroso, gala del valle, de la Naturaleza y de su casta vida. ¡Lo vio todo en sí, de grande que era!

Este fue el hombre, en junto. Postvió y previó. Amó, supo y creó. Limpió de obstáculos la vía. Puso luces. Vio por sí mismo. Señaló nuevos rumbos. Le sedujo lo bello; le enamoró lo perfecto; se consagró a lo útil, Habló con singular maestría, gracia y decoro; pensó con singular viveza, fuerza y justicia. Sirvió a la Tierra y amó al Cielo. Quiso a los hombres, y a su honra. Se hermanó con los pueblos y se hizo amar de ellos. Supo ciencias y letras, gracias y artes. Pudo ser Ministro de Hacienda y sacerdote, académico y revolucionario, juez de noche y soldado de día, establecedor de una verdad y de un banco de crédito. Tuvo durante su vida a su servicio una gran fuerza, que es la de los niños: su candor supremo; y la indignación, otra gran fuerza. En suma: de pie en su época, vivió en ella, en las que le antecedieron y en las que han de sucederle. Abrió vías, que habrán de seguirse; profeta nuevo, anunció la fuerza por la virtud y la redención por el trabajo. Su pluma siempre verde, como la de un ave del Paraíso, tenía reflejos de cielo y punta blanda. Si hubiera vestido manto romano, no se hubiese extrañado. Pudo pasearse, como quien pasea con lo propio, con túnica de apóstol. Los que le vieron en vida, le veneran; los que asistieron a su muerte, se estremecen. Su patria, como su hija, debe estar sin consuelo; grande ha sido la amargura de los extraños; grande ha de ser la suya. iY cuando él alzó el vuelo, tenía limpias las alas!

Revista Venezolana. Chacas, 15 de julio de 1881

 José Martí 


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Richard MontenegroPerteneció a la redacción de las revistas Nostromo y Ojos de perro azul; también fue parte de la plantilla de la revista universitaria de cultura Zona Tórrida de la Universidad de Carabobo. Es colaborador del blog del Grupo Li Po: http://grupolipo.blogspot.com/. Es autor del libro 13 fábulas y otros relatos, publicado por la editorial El Perro y la Rana en 2007 y 2008; es coautor de Antología terrorista del Grupo Li Po publicada por la misma editorial en 2008 , en 2014 del ebook Mundos: Dos años de Ficción Científica y en 2015 del ebook Tres años caminando juntos ambos libros editados por el Portal Ficción Científica. Sus crónicas y relatos han aparecido en publicaciones periódicas venezolanas tales como: el semanario Tiempo Universitario de la Universidad de Carabobo, la revista Letra Inversa del diario Notitarde, El Venezolano, Diario de Guayana y en el diario Ultimas Noticias Gran Valencia; en las revistas electrónicas hispanas Alfa Eridiani, Valinor. miNatura, Tiempos Oscuros y Gibralfaro, Revista de Creación Literaria y de Humanidades de la Universidad de Málaga y en portales o páginas web como la española Ficción Científica, la venezolana-argentina Escribarte y la colombiana Cosmocápsula.

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